lunes, 23 de febrero de 2015

Feliz ahora

La vida está llena de momentos. Momentos alegres y momentos tristes pero todos, al fin y al cabo, momentos memorables. Algunos permanecen en nuestra memoria por sí mismos, otros, somos nosotros los que nos empeñamos en recordarlos. Cada instante, por insignificante que sea, va conformándonos, haciéndonos más esto, más lo otro.

Estamos inlfuenciados por todo lo que nos rodea, quizá sea por ésto por lo que nunca estamos seguros al cien por cien de nada. ¿Significa esto que somos parte de un juego en el que nosotros somos el personaje y la vida es quién decide qué hacemos, cuándo y dónde? Tal vez.

La vida es aquello que pasa mientras nosotros nos consumimos. Tenemos que aprovechar cada momento, saboreándolo al máximo, exprimiéndolo hasta dejarlo sin jugo. Nada es permanente, todo es parte de un flujo de cambios, que no cesan. Las personas van y vienen, se van y llegan, saludan y se despiden. Decir adiós a alguien querido es de lo más difícil que hay que hacer, pero no hay otra opción. Alguien dijo una vez que las buenas personas se van para dejar sitio en el mundo para las siguientes generaciones. Puede ser por este motivo, o por otros, pero el hecho es que siempre llega el momento de la despedida.

Nacemos con fecha de caducidad, con un tiempo que sabemos que tiene límite, que se va a acabar. Parece que nuestro propio final lo aceptamos más fácilmente que nuestra vida. Irónico, ¿no es cierto?

En esta vida hay que tomar decisiones a cada paso que das. Todo depende de tí. Hay que aprovechar cada momento con los nuestros, con los suyos, con nosotros mismos. Quedarse con un mal sabor de boca no es agradable, intentemos apreciar el dulce sabor del amor y el salado sabor de las lágrimas. Aprendamos a respirar entrecortadamente, acompasadamente y sin mirar hacia atrás. El pasado ha de ser el eco de nuestro presente, no el referente de nuestro futuro.

Levantémonos por la mañana pensando: "Hoy sí". Dejemos de contemplar las estrellas, atrevámonos a tocarlas. No le busquemos formas a las nubes, dejémonos que nos mueva el viento como a ellas. No hagamos de la lluvia un fondo musical, salgamos a mojarnos de realidad.

No nos limitemos a meter los pies en el mar, zambullámonos en él, gritando cosas que no tengan sentido.


Hagamos de cada instante, un instante a recordar.

lunes, 9 de febrero de 2015

Jugando a la rutina

Nos perdemos en la rutina.
Suena el despertador, a falta de una caricia que nos avise de que ha llegado el momento de enfrentarse a otro día.
Desayunamos con los ojos cerrados, nos vestimos con lo primero que vemos.
Un pie en una bota, otro pie en la otra.

Con el abrigo abrochado emprendemos el camino hacia la parada del autobús, vigilando que no pase por la calle de al lado. Obsesionados por intentar controlar algo que está fuera de nuestro alcance.
Tenemos tanta prisa para no perderlo, que no mostramos atención al grupo de chicos que espera en el semáforo, todos los días, a las ocho menos cuarto.
Tampoco saludamos a los dos hombres que se paran a nuestro lado, sin dejar de mover sus pies, para no perder el ritmo.
El semáforo cambia de color y cada uno vuelve a emprender su camino. Si tienes suerte, no serás atropellado por un hombre que conduce con demasiada prisa, para llegar a una horrible oficina.

Llegas a la parada del autobús y te encuentras con el chico de gorro y gafas que va a tu misma universidad y que, por mucho que le veas cada día, no le saludas.
También está la chica que se baja en Cuatro Vientos y que siempre aparece dos minutos antes que el autobús.
No faltan las señoras bien arregladas y las chicas maquilladas.
El autobús llega y no importa quién lleva más tiempo esperando, vale más un asiento en el autobús que la educación que nos han dado.
Con suerte, puedes sentarte en el escalón del primer asiento, mirando al suelo y teniendo cuidado de que no te den con una bolsa de Blanco.

Llegas a Príncipe Pío con pocos ánimos y con frío. Te pierdes entre la gente. Gente que tiene prisa y te lleva por delante.
Sin darte cuenta has llegado a la vía del tren y descubres que tienes cuatro minutos de espera. Cuatro minutos de infierno en los que miras a la gente, y la gente te mira a ti. Sentirte observado es un sentimiento que ha creado profundas raíces en ti.

Te apoyas en la columna y, para tu sorpresa, notas que alguien está dando golpecitos a la estructura de metal por detrás.
Es un niño. Pelo corto y despreocupación en sus ojos.
Corre al rededor de ti, que te has fundido con la columna, para intentar atrapar a su madre en un juego de pilla pilla.
Su madre intenta despistar al niño, y éste, se para delante de ti, sonriendo dulcemente. No puedes evitar que tu cara refleje ese sentimiento de inocencia.
Esa inocencia que tanto añoras y que tanto hace falta en esta sociedad.
El niño abraza a su madre, que te sonríe con las mismas ganas que su pequeño.

No hay problema cuando llega el tren, no hay demasiada gente que empuje e insulte.
Te apoyas al lado de la puerta y te agarras a la barra amarillenta. Vuelves a sentir sus ojos en ti y sacas el móvil para no sentirte tan violento y observado.
No debería costarte mirar a la gente a los ojos, pero temes cruzarte con sus miradas. Miradas que pueden mostrar un amplio abanico de pensamientos.

De repente, oyes una guitarra, a tu lado. Te giras y ahí están: los saca sonrisas urbanos (como me gusta llamarles).
Da igual el instrumento que tengan, siempre hacen el trayecto más agradable.
Con cuidado, para no espantarlos, te quitas los auriculares y disfrutas de ese momento de paz.
Con un ritmo pegadizo te desean un buen día y van improvisando con la gente del vagón.
Cuando llega tu turno, cuando todavía no han dicho nada, te descubres sonriendo como un estúpido.
Hacen un comentario a tu gorro y te sonríen con toda la sinceridad del mundo.

Cuando llega tu parada, algo en ti no quiere bajarse. No quiere enfrentarse al día. Prefiere quedarse allí, fundiéndose con ese ambiente tan alegre y agradable.
A regañadientes, te diriges hacia las escaleras. Mientras sales a la calle, la felicidad esporádica desaparece y ya solo piensas en el momento de volver a casa.

Ojalá te vuelvas a encontrar a alguien que te alegre el día.

Mientras tanto, algo de ti sigue cantando la canción de aquel vagón. Miras a aquella chica del pelo rojizo, que parece arder bajo el sol, y te diriges hacia la facultad, con prisa y sin pausa.


Te dejas perderte en la rutina, entras en el juego del día a día y deseas que llegue la noche, para arroparte bajo las sábanas y abandonarte, en sueños.




Gracias, Conciencia Urbana.