Nos perdemos en la rutina.
Suena el despertador, a falta de una caricia que nos avise
de que ha llegado el momento de enfrentarse a otro día.
Desayunamos con los ojos cerrados, nos vestimos con lo
primero que vemos.
Un pie en una bota, otro pie en la otra.
Con el abrigo abrochado emprendemos el camino hacia la
parada del autobús, vigilando que no pase por la calle de al lado. Obsesionados
por intentar controlar algo que está fuera de nuestro alcance.
Tenemos tanta prisa para no perderlo, que no mostramos
atención al grupo de chicos que espera en el semáforo, todos los días, a las
ocho menos cuarto.
Tampoco saludamos a los dos hombres que se paran a nuestro
lado, sin dejar de mover sus pies, para no perder el ritmo.
El semáforo cambia de color y cada uno vuelve a emprender su
camino. Si tienes suerte, no serás atropellado por un hombre que conduce con
demasiada prisa, para llegar a una horrible oficina.
Llegas a la parada del autobús y te encuentras con el chico
de gorro y gafas que va a tu misma universidad y que, por mucho que le veas
cada día, no le saludas.
También está la chica que se baja en Cuatro Vientos y que
siempre aparece dos minutos antes que el autobús.
No faltan las señoras bien arregladas y las chicas
maquilladas.
El autobús llega y no importa quién lleva más tiempo
esperando, vale más un asiento en el autobús que la educación que nos han dado.
Con suerte, puedes sentarte en el escalón del primer
asiento, mirando al suelo y teniendo cuidado de que no te den con una bolsa de
Blanco.
Llegas a Príncipe Pío con pocos ánimos y con frío. Te
pierdes entre la gente. Gente que tiene prisa y te lleva por delante.
Sin darte cuenta has llegado a la vía del tren y descubres
que tienes cuatro minutos de espera. Cuatro minutos de infierno en los que
miras a la gente, y la gente te mira a ti. Sentirte observado es un sentimiento
que ha creado profundas raíces en ti.
Te apoyas en la columna y, para tu sorpresa, notas que
alguien está dando golpecitos a la estructura de metal por detrás.
Es un niño. Pelo corto y despreocupación en sus ojos.
Corre al rededor de ti, que te has fundido con la columna,
para intentar atrapar a su madre en un juego de pilla pilla.
Su madre intenta despistar al niño, y éste, se para delante
de ti, sonriendo dulcemente. No puedes evitar que tu cara refleje ese
sentimiento de inocencia.
Esa inocencia que tanto añoras y que tanto hace falta en
esta sociedad.
El niño abraza a su madre, que te sonríe con las mismas
ganas que su pequeño.
No hay problema cuando llega el tren, no hay demasiada gente
que empuje e insulte.
Te apoyas al lado de la puerta y te agarras a la barra
amarillenta. Vuelves a sentir sus ojos en ti y sacas el móvil para no sentirte
tan violento y observado.
No debería costarte mirar a la gente a los ojos, pero temes
cruzarte con sus miradas. Miradas que pueden mostrar un amplio abanico de
pensamientos.
De repente, oyes una guitarra, a tu lado. Te giras y ahí
están: los saca sonrisas urbanos (como me gusta llamarles).
Da igual el instrumento que tengan, siempre hacen el
trayecto más agradable.
Con cuidado, para no espantarlos, te quitas los auriculares
y disfrutas de ese momento de paz.
Con un ritmo pegadizo te desean un buen día y van
improvisando con la gente del vagón.
Cuando llega tu turno, cuando todavía no han dicho nada, te
descubres sonriendo como un estúpido.
Hacen un comentario a tu gorro y te sonríen con toda la
sinceridad del mundo.
Cuando llega tu parada, algo en ti no quiere bajarse. No
quiere enfrentarse al día. Prefiere quedarse allí, fundiéndose con ese ambiente
tan alegre y agradable.
A regañadientes, te diriges hacia las escaleras. Mientras
sales a la calle, la felicidad esporádica desaparece y ya solo piensas en el
momento de volver a casa.
Ojalá te vuelvas a encontrar a alguien que te alegre el día.
Mientras tanto, algo de ti sigue cantando la canción de
aquel vagón. Miras a aquella chica del pelo rojizo, que parece arder bajo el
sol, y te diriges hacia la facultad, con prisa y sin pausa.
Te dejas perderte en la rutina, entras en el juego del día a
día y deseas que llegue la noche, para arroparte bajo las sábanas y
abandonarte, en sueños.
Gracias, Conciencia Urbana.
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